El orgullo, por mucho que se emplee en sentido figurado, ha sido, es y será un pecado capital
"Somos orgullo"
Por Juan Manuel de Prada
Como siempre ocurre cuando se acerca la carnavalada chabacana del 'Orgullo Gay', huyo de Madrid; pues nunca me han gustado los espectáculos plebeyos, no tanto por elitismo como por la tristeza que me produce ver a la gente refocilándose en la pocilga. Pero cuando escapaba de Madrid alcancé a ver en una estación de metro un cartel sufragado por el erario público que proclamaba ufano: «Somos orgullo«.
En cierta ocasión, Pemán recibió la bronca de una señora porque, en una entrevista, había declarado que sus muchos viajes por el mundo le habían bastado «para estar contento, y no orgulloso, de ser español».
Pemán escribió entonces una de sus terceritas magistrales recordando que el orgullo, por mucho que se emplee en sentido figurado, ha sido, es y será un pecado capital. Y, del mismo modo que nadie en sus cabales se proclama ufanamente iracundo o lujurioso (salvo en un mundo hórrido como el nuestro, que ha perdido los cabales), nadie debería proclamarse orgulloso de nada, salvo en un futuro hipotético que «canonizase a las malas personas».
Ese futuro ya está entre nosotros. Las cosas que somos, si nos complacen, deben mencionarse con virtudes y no con pecados: así, por ejemplo, yo estoy a ratos feliz de ser gordo y alegre de ser escritor; y a ratos resignado de ser ambas cosas. Pero ahora vivimos en una época maldita en la que unos están orgullosos de ser homosexuales y otros de no serlo. Tanta concentración de orgullos acabará inexorablemente tirándonos unos a otros los trastos a la cabeza.
Mucho más difícil es crear un mundo en el que podamos aceptar y aun amar generosamente a quien no es como nosotros; pues no puede haber convivencia entre orgullosos. En el orgullo siempre hay odio y cólera y otras formas de turbiedad pasional; y las gentes que proclaman ufanas «Somos orgullo» no pueden estar felices o resignadas de ser lo que buenamente pueden. Así la vida, por mucho que se disfrace de falsa alegría y carnavalada grotesca, se torna una pocilga de las peores pasiones, en donde lo que uno es irremediablemente se emplea de forma victimista, para culpabilizar a quien no lo es y no puede serlo.
Que haya gentes, homosexuales o no, que se sienten «representadas» en esas carnavaladas sólo demuestra que unos pecados arrastran a otros, como las cerezas de un cesto. Si uno es orgulloso, acaba siendo también vulgar, ruin y prepotente; y muy orgulloso de todas estas inmundicias, que acaba percibiendo como timbres de gloria. Y que haya políticos que quieran sacar tajada electoral de estas carnavaladas revela que saben que, en medio de un mundo convertido en orgullosa pocilga, pueden ser fácilmente los dueños de la piara. ¿Existe alguna solución para un estado de cosas tan denigrante? No hay otra que renegar del orgullo de refocilarnos en la pocilga; pero antes tendremos que comernos las algarrobas de los puercos, el castigo que se reserva a los orgullosos, según nos enseña cierta parábola evangélica.